miércoles, 24 de diciembre de 2008

Con unos cuantos microondas...

Mi amigo George, entretenido en contarse los mocos desde que empezó la crisis económica, me envío hace unos días una felicitación navideña un tanto particular.
Se la enseñé, cómo no, a mi inestimable Sondrina y, haciendo sonar de manera escandalosa toda la chatarrería que lleva colgando de muñecas y dedos (sólo comparable a los millones de adornos que decoran todos los edificios del Recorte Británico juntos), me dijo que los microondas eran de su primo.
Y es que resulta que, el avispado Nicolaii, se dedica al estraperlo de pequeños electrodomésticos allá por su tierra (que sigo sin saber muy bien dónde se localiza pero que tampoco importa mucho, más que nada por cuestiones de seguridad personal).

En fin, que un triste árbol no nos impida ver el magnífico bosque.
Luces sincronizadas con relojes digitales, para calentar cafés a cualquier hora o tazones de caldo en las madrugás resacosas…





¡¡Feliz Navidad!!

sábado, 20 de diciembre de 2008

El árbol de los deseos

Cuenta la leyenda que una hembra gitana conjuró a la luna…
¡¡Que no, coño, que esa no es!!



Empiezo otra vez…
Cuenta la leyenda que dos hermosas damas viajaron, en una ocasión, a la ciudad catalana de Vich, acompañadas por un noble caballero de dorada cimera.
La ciudad, engalanada de pies a cabeza, celebraba su mercado en honor a la Purísima Virgen.
Los forasteros recorrieron sus calles, disfrutaron del buen yantar y fueron testigos de un hecho extraordinario, que seguro recordarían el resto de sus vidas.
En una pequeña plaza se aglutinaban las gentes alrededor de un joven olivo del cual colgaban, cual morcillas o butifarras en un tenderete cristiano, tiras de papel llenas de palabras…
Se trataba del árbol de los deseos.

Los allí reunidos contaban que, desde tiempos inmemoriales, se repetía la tradición de solicitar salud y fortuna para el nuevo año que cercano era.
Las dos damas y el caballero, asombrados del fervor popular, decidieron participar también del ritual y estamparon sus deseos, pues dominaban el bello arte de la escritura.

Y a pesar de que una de las damas, ataviada con una larga capa negra de plumón salvaje, aprovechó primero para prender un deseo en honor de su señora madre, la reina Olivia… quiso el destino que los tres alabaran su amistad por encima de todo, sin que mediara palabra alguna entre ellos antes de acercarse al olivo.



La leyenda acaba contando su retorno al reino de Barcinona sin aclarar si la suerte les fue propicia o no. Quizás haya que volver a la época medieval para reencontrarlos y preguntarles…

Larga vida a los grandes amigos.

Dedicated to C and N.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Retazos de amor, por Stanley Donen (IV)

Cuando llevas unos años casado, ¿qué puede estropear tu matrimonio?
¿Un mayordomo ocioso que te persigue por casa para pedirte que le rebajes el sueldo porque no le parece justo cobrar tanto? ¿La desagradable institutriz de tus hijos que, aunque eficaz, no soportas desde hace tiempo? ¿Tener que abrir tu casa a ingentes cantidades de turistas para cobrarles la visita guiada que te permite llegar a fin de mes? ¿O, quizás, que tu esposa se enamore en media hora de algún guapo divorciado norteamericano, multimillonario para más señas, que se ha colado en tu hogar alegando un despiste en la visita?
Yo me decantaría por la tercera opción: ya me imagino los autocares aparcados en mi jardín, mientras cientos de japoneses sacan fotos de todo el exterior esperando que se abran las puertas de la casa para poder ver los retratos de mis antepasados. ¡¡Qué horror!!

El amigo Donen prefiere el adulterio para provocar una crisis matrimonial, al que añade la flema británica, una flema bastante particular, que cuando llueve no se moja como las demás.
En Página en blanco (The grass is greener, 1960) Cary Grant y Deborah Kerr llevan 12 años felizmente casados. Pero un día, Robert Mitchum aparece ante la Kerr y ésta cae rendida, huyendo a Londres con él. Jean Simmons, amiga del matrimonio, hace de consejera.


Victor [Cary Grant]: Dime, ¿le has conocido?
Hattie [Jean Simmons]: Hace tiempo que no me presentan a un millonario soltero. Me intimidaría tanto que le haría una reverencia.
Victor: ¿Y Hilary [Deborah Kerr] no te ha hablado de él?
Hattie: Aunque apenas la he visto, continuamente, excepto cuando hablaba de ti.
Victor: ¿Qué te decía?
Hattie: Que te quiere.
Victor: ¿Pero a él le ama?
Hattie: Locamente.
Victor: Mmm, hay una diferencia, ¿no?. Siempre dije que no saldría nada bueno abriendo esta casa al público… ¿y está con él todo el tiempo?
Hattie: Eso me figuro.
Victor: Asombroso, ¿verdad?. Aquí tenemos a un honrado caballero a quien jamás se le ocurriría robarme mis gemelos o mi paraguas. Pero como paga media corona en la puerta, entra en mi casa y, sin ningún remordimiento de conciencia, procura tranquilamente robarme a mi esposa.
Hattie: Si hablamos así, Hilary tampoco robaría nada. ¡Pero eso no cuenta con el amor!
Y para luchar contra el amor adultero, ¿qué mejor que el talante británico?
Victor Rhyall monta una farsa invitando al amante de su mujer, y por extensión a ella también, para que la señora Rhyall se dé cuenta que debe regresar con su marido. De esta forma, no fuerza la vuelta al hogar y se asegura el tanto de los años de convivencia.



Durante la velada, Cary Grant pide una satisfacción a Robert Mitchum para restablecer el honor de su hogar y organiza un duelo. El amante encuentra la reacción de Rhyall totalmente fuera de lugar pues él, de encontrarse en su misma situación, ya hubiera cortado por lo sano matando a los adúlteros. Pero al final accede, perdiendo a la dama más tarde.

De todas formas, lo realmente grave es comprobar que al marido humillado le molesta más los regalos que su esposa recibe del amante que la propia infidelidad conyugal. ¡Cómo es el señor Rhyall!

Victor: Hay una diferencia entre el hombre y la mujer que hace que lo que es salsa para el ganso no lo sea para la gansa. Por eso las mujeres llevan alianza y los hombres no.
Hattie: Antes orgulloso, ahora arrogante y, en exceso, inmoral.
Victor: Vamos, vamos.
Hattie: Si Hilary se decide a abandonar a Charles [Robert Mitchum] deberías mostrarte agradecido. A mi me pareció muy bien dispuesta a volver aquí y continuar siendo la buena esposa y perfecta madre.
Victor: ¿Con el corazón destrozado?
Hattie: Sí, pero como le ha regalado un visón, con él mitigará su llanto.
Victor: ¿Qué dices que ha hecho?
Hattie: Regalarle un abrigo de visón.
Victor: ¡Maldito sea, así arda en el infierno!
Hattie: Oh, visón salvaje, una verdadera maravilla.
Victor: ¿Y cómo piensa justificarlo la buena madrecita?
Hattie: Pobrecilla, eso es lo que más le preocupa. Pero ya inventará alguna cosa.
Victor: He deseado regalarle un abrigo de visón desde que nos casamos. Y la próxima navidad ya podría haberlo hecho... ¡Debería matarlo!
Hattie: Creo que debemos evitar el derramamiento de sangre. Está algo anticuado.
Victor: Pues ya va siendo hora de actualizarlo. ¿Cómo va a volver con un abrigo de visón? ¿No esperará que me crea que lo compró con el dinero que ganó en los caballos?
Hattie: Se le ocurrirá algo mejor que eso. ¡No pretenderías que lo rechazara! ¿No es verdad? Visón salvaje, ¿cómo podría... bueno, a parte de que está asegurado en 3000 libras.
Victor: ¡¿3000 libras?!
Hattie: Así es, 3000 libras. Sin contar, naturalmente, su valor sentimental.



Un comportamiento similar lo volveremos a ver en Dos en la carrera (1967), aunque en un tono más serio. A Mark Wallace (Albert Finney) no le gusta saber que su mujer Joanna (Audrey Hepburn) se ha liado con el cuñado de su mecenas ya que, a parte del papelón que supone, es de dominio público. Aún así, no monta ningún espectáculo, pero sí la recrimina por su infidelidad.

Doris Lessing, en su libro Historias de Londres, también recoge este carácter británico.
En el relato La pura realidad, dos parejas pasan juntos un fin de semana. Una de ellas está casada, siendo la mujer la ex del chico de la otra pareja quien, a su vez, desea presentarle a su prometida americana. Pues bien, los ex se pasan el rato haciendo cosas juntos, con una complicidad tan exagerada que dejan casi de lado a los otros dos. Y así como el marido de la primera pareja entiende la amistad que ha quedado entre ellos, a la americana una situación tan sumamente cordial y civilizada le molesta en extremo, tanto como para decidir abandonar la casa y a su prometido al día siguiente.

sábado, 6 de diciembre de 2008

La tía Trinidad

En un cementerio, los inviernos son duros de pasar.
A trabajos forzados le condenaron hace ya cuatro por matar a su mujer.
La relación fue mal desde el primer día; las broncas y palizas fueron constantes. Y las fulanas fueron desfilando por su vida como las cuentas de un rosario.

Al final, tirarle agua hirviendo por encima y negarle el auxilio de un médico, resultó ser lo más efectivo.
Dos sobrinos fueron a verla a su casa cuando ya no tenía remedio; a saber cómo se enterarían.


La novia está radiante.
Ha hecho realidad un sueño infantil: casarse con el hombre de su vida.
Hasta llegar aquí, el camino ha sido largo y tortuoso pero han sobrevivido a una guerra y eso es lo que importa.
Le hubiese gustado que su padre la viera hoy, convertida en la esposa de un militar para, de alguna manera, recompensarlo por los disgustos que le causó de moza.
Pero, ¿cómo se hace para restituir la salud a un padre cuando te presentas en su casa con una barriga de cinco meses y sin dar razón alguna sobre el padre de la criatura?
¿Cómo devuelves a una familia su honra y su orgullo después de preñarte siendo soltera, con aquella, tres veces?
La novia sigue bailando aunque ya no siente la música; se le han entelado los ojos. En su retina se han instalado los tres niños nacidos muertos, porque no estaba de Dios que ninguno de ellos viviera.

Clara se ha dado cuenta. Algo ha enturbiado la felicidad de su hermana.
Ojalá le acompañe la desgracia el resto de su vida. Ojalá se olvide de sonreir para siempre y sus ojos derramen suficiente agua salada como para llenar un mar de océanos.
Desde que su padre falta y la familia ha perdido el peso que ostentaba en el pueblo, ella ha cuidado de madre, marchitando su juventud.
Y ahora, para colmo, se casa con él.
Maldito seminarista embaucador, que le gustan más los repiques de tacones de una mujer que los de las campanas de misa. Convertido en militar, de la noche a la mañana gracias a la guerra, se cree todo un señor pero no es más que un canalla, sinvergüenza.
Su hermana tiene lo que se merece.

Nacida en una aldea de Pontevedra, sus padres la llamaron Trinidad.
El destino se la presentó al Diablo y entre las faldas de una sotana se le enredaron el alma y la vida.
¡Pobre niña enamorada!