domingo, 28 de febrero de 2010

H.

Llevo apostada en esta torre de ébano más de una semana.
Para no parecer diferente al resto, participo de su ajetreo diario yendo y viniendo, de acá para allá, sin más intención que velar los desvelos de mi niña favorita.
Horas arrancadas a la vida y al sueño, circunstancialmente afectadas.



El desahogo a mis enrojecidas pupilas llega en la madrugada.
Desde el mirador de la novena planta, el horizonte es un mar de centelleantes burbujas.
En ese incesante latir nocturno anhelo mi ingreso para recuperar la cordura extraviada en el vaivén de este H.
Aferrada a las lentejuelas de Barcinona comparto mi silencio con el motor de la máquina de café. Banda sonora monocorde y repetitiva que relaja las conexiones nerviosas de mi pobre cabeza.

Cuando los párpados no resisten más la presión y las persianas se me cierran por unos segundos, libélulas diminutas de un marcado rondel oro flotan ante la negra espesura de mis ojos cansados.
Sólo entonces regreso al aposento que mi niña comparte con otro huésped y echo mano de lágrimas artificiales enlatadas para no arañar lo visto.


Vuelven a ser las cinco y pico, instante perfecto para escribir esto y regresar al mundo real.



viernes, 19 de febrero de 2010

De luto

El sábado pasado enterramos a mi marido.
Hablo en primera persona del plural porque, sin la ayuda de amigos y familiares, yo sola no lo hubiera conseguido.

John William III padeció una insuficiencia respiratoria en vísperas de carnaval y ya no se repuso.
Mi Willy sufría de arrebatos amorosos constantes y, en uno de ellos, sin decirme nada, dejó de respirar y se ahogó.

¡Siempre se van los mejores!

Me regaló esta foto el día de nuestra boda.
John William III, de los Fitzpatrick de toda la vida, hizo la carrera militar en Viena y yo lo conocí años después en una reunión de veteranos.

El destino ha querido arrebatarme al hombre de mi vida a los tres meses de casados, dejándome, eso sí, la casa familiar en herencia. Porque el resto de bienes serán para Junior, su único hijo y, por consiguiente, mi hijastro favorito.

¡Ay, pena, penita, pena… pena!



A las cinco comenzó el sepelio.
Junior estuvo a mi lado en todo momento. Cuando yo lloraba, él me ofrecía su pañuelo de tela. Si creía desfallecer, allá estaban sus bíceps para abrazarme… Todo un detallista el zagal.

¡Ay qué dolor, qué dolor, qué pena!

Cuando sellaron de nuevo el panteón Fitzpatrick, llegó la hora de departir con todos los asistentes a tan emocionante acto.
Una tras otra, las condolencias fueron llegando. Yo intentaba hacerme la fuerte y mantener el tipo porque, con tanta lágrima suelta, tenía la cara como un mapa meteorológico (el rimel tiende a dibujar isóbaras de bajas presiones).


Alguno de los invitados trató de consolarme más allá de lo que aconseja el decoro. Pero fui acabando con los moscardones a “sombrerazo” limpio.
Los pretendientes más serios quedaron emplazados para la misa en memoria de mi Willy al día siguiente, festividad de San Valentín.

Tengo que reconocer que, aunque el dolor me embarga, ahora debo pensar en mi futuro. Aún soy joven y necesito otro marido para que se ocupe de mí y pague las facturas.

¡Snif, snif, snif!


A mí, la cara de esta mujer, me suena un montón pero no acabo de situarla.
En cambio, el marido es clavadito a Karlheinz Böhm, el actor que hacía de consorte de Romy Schneider en las películas de Sisí emperatriz.

¡Qué fuerte!

jueves, 11 de febrero de 2010

Incidencias


las incidencias del tiempo me atenazan por dentro



espirales de bajas presiones, enredadas entre mis tirabuzones para matizar su negro reflejo ante el espejo del retrovisor


(incluso el mazda participa del despiste generalizado, dejándose arrastrar más allá de las juntas de expansión)


y aunque, en el cassette, a cada vuelta de tuerca la perversión Princepesca sigue derramada, no acierto con la ocasión de pararme a descansar



lecturas atrasadas, ciencia ficción, camisetas olvidadas en viejas maletas, servicios de urgencias dermatológicas, gritos enlatados para conservar, rencores eternos,...