Un enjambre de turistas se peleaban por encontrar al más famoso e inmortalizarlo, aún más, con las digitales. Estoy convencida de que las musas y los ángeles que velan su descanso mantienen su languidez gracias al tedio que les producen los paparazzi, entre los que me debo incluir porque, si no, este post estaría huérfano de imágnes.
Pero lo que no saben estas esculturas románticas es que a mí me gustan así: cuanto más decadentes y melancólicas, mejor.
El Zentralfriedhof, inaugurado en 1874, posee una colección de damas afligidas que contrasta con la luminosidad celestial que desprende la Luegerkirche (1908-1910), iglesia del arquitecto Max Hegele. El contraste entre el bosque y el blanco de sus piedras la hace parecer irreal.
En su interior, todo de factura modernista, el éxtasis se hace materia y provoca en mi espíritu la necesidad imperiosa de fundir la targeta de memoria de la Panasonic haciendo fotos y más fotos, sin dejar de observar ni un centímetro de su obra.
En éstas estoy cuando un beato vienés se sienta a mi lado y me lanza una mirada desintegradora de fuego infernal que esquivo a lo Keanu Reeves, pero sin sotana. El ataque me obliga a rediseñar mi estrategia fotógrafa, escondiéndome tras las columnas, y con las gafas de sol puestas para evitar la ira de semejante dios.
"El señor Baumgartner mira a su alrededor, atiende a los ruidos, escudriña con la mirada la hojarasca imprecisa en la naciente aurora. Puede disparar a donde quiera, incluso entre las cruces y las coronas todavía frescas, pero procura no equivocarse, porque él es el responsable de ese sector del camposanto, más o menos una tercera parte -las otras dos son competencia de dos colegas suyos-, y él es quien debe responder de sus balas y de algún posible tiro errado que triturara una lamparilla perpetua o arañara a un ángel pensativo y vigilante sobre un sepulcro; si un par de horas más tarde, cuando se abriera el cementerio, los parientes encontraran la fotografía de su querido difunto agujereada como el sombrero en un western, o la lápida ensangrentada por un conejo silvestre cazado en un momento equivocado, sabrían a quién dirigir sus indignadas protestas. "No debe, pero puede ocurrir", repite varias veces serenamente."
Claudio Magris. El Danubio. Barcelona: Anagrama, 1989. 375 pág.
Es una pena pero, a la hora que yo llegué al cementario, los cazadores ya se habían retirado. Aunque no sería de extrañar que el beato vienés tuviera la escopeta escondida bajo el banco.