jueves, 28 de agosto de 2008

De cementerio

Pasearse por Viena y no acabar en el camposanto central es tener muy poco tiempo. Pero la mínima oportunidad hay que aprovecharla. Aunque, el día que fui yo, los músicos estaban en baja forma debido, sobre todo, al calor.
Un enjambre de turistas se peleaban por encontrar al más famoso e inmortalizarlo, aún más, con las digitales. Estoy convencida de que las musas y los ángeles que velan su descanso mantienen su languidez gracias al tedio que les producen los paparazzi, entre los que me debo incluir porque, si no, este post estaría huérfano de imágnes.
Pero lo que no saben estas esculturas románticas es que a mí me gustan así: cuanto más decadentes y melancólicas, mejor.




El Zentralfriedhof, inaugurado en 1874, posee una colección de damas afligidas que contrasta con la luminosidad celestial que desprende la Luegerkirche (1908-1910), iglesia del arquitecto Max Hegele. El contraste entre el bosque y el blanco de sus piedras la hace parecer irreal.


En su interior, todo de factura modernista, el éxtasis se hace materia y provoca en mi espíritu la necesidad imperiosa de fundir la targeta de memoria de la Panasonic haciendo fotos y más fotos, sin dejar de observar ni un centímetro de su obra.
En éstas estoy cuando un beato vienés se sienta a mi lado y me lanza una mirada desintegradora de fuego infernal que esquivo a lo Keanu Reeves, pero sin sotana. El ataque me obliga a rediseñar mi estrategia fotógrafa, escondiéndome tras las columnas, y con las gafas de sol puestas para evitar la ira de semejante dios.



"El señor Baumgartner mira a su alrededor, atiende a los ruidos, escudriña con la mirada la hojarasca imprecisa en la naciente aurora. Puede disparar a donde quiera, incluso entre las cruces y las coronas todavía frescas, pero procura no equivocarse, porque él es el responsable de ese sector del camposanto, más o menos una tercera parte -las otras dos son competencia de dos colegas suyos-, y él es quien debe responder de sus balas y de algún posible tiro errado que triturara una lamparilla perpetua o arañara a un ángel pensativo y vigilante sobre un sepulcro; si un par de horas más tarde, cuando se abriera el cementerio, los parientes encontraran la fotografía de su querido difunto agujereada como el sombrero en un western, o la lápida ensangrentada por un conejo silvestre cazado en un momento equivocado, sabrían a quién dirigir sus indignadas protestas. "No debe, pero puede ocurrir", repite varias veces serenamente."
Claudio Magris. El Danubio. Barcelona: Anagrama, 1989. 375 pág.


Es una pena pero, a la hora que yo llegué al cementario, los cazadores ya se habían retirado. Aunque no sería de extrañar que el beato vienés tuviera la escopeta escondida bajo el banco.

viernes, 22 de agosto de 2008

De vuelta...

He vuelto hace tres días y me siento descolocada.
¿Por qué será que no escarmentamos? Deseamos salir por unos días de nuestra rutina y nos empecinamos en viajar a otros lugares con la esperanza de, o bien descansar, o bien conocer mundos diferentes al nuestro. Y cuando regresamos lo hacemos peor que nos fuimos.




De esa guisa me encuentro yo ahora al no contemplar la noria ni el curso del Danau a su paso por Viena. Aún tengo en la retina los destellos dorados de la ópera y de la cúpula de laurel de la Secession.
La melancolía por el regreso ha hecho brotar la opacidad en mi rostro y amenaza con hacerse más fuerte cuando revise los millones de fotos que atestiguan el viaje.
Este blog también sufrirá las consecuencias: la que avisa no es traidora.

lunes, 4 de agosto de 2008

Sondrina se va

Todo el mundo tiene derecho a unos días de vacaciones y mi asistenta no iba a ser menos. Aunque sus días no son estrictamente vacaciones laborales pues, al estar todo el día por casa, más parece una okupa que una trabajadora del hogar. Pero una vez te has acostumbrado ya no te parece raro verla sea la hora que sea; o que, por ejemplo, el territorio comanche de la cocina se haya transformado en un feudo con derecho a paso.

Pues bien, Sondrina se marcha mañana rumbo a Pristina, capital de Kosovo. No es seguro que vuelva; de hecho, se quedó por casualidad y ahora, también casualmente, puede no regresar. Si en septiembre no aparece, sé que la echaré mucho de menos. Mis vecinas no tanto porque la consideran persona non grata desde lo ocurrido el día del festival de Eurovisión (que se montó la maricastaña cuando ganó Rusia, porque los emigrantes de la Europa del este que invitó a casa para seguirlo, acabaron montando una conga alcohólica-festiva por la escalera del edificio)... pero yo sí.



¿Y cómo llegó ante mi puerta? Pues disfrazada de una especie de testiga de un dios muy famoso con la intención de salvar mi alma.
Yo estaba haciendo paella y me pasé mucho rato intentando descrifrar qué leñe me contaba en un irreconocible castellano. Pero lo último que me dijo lo entendí a la primera:


- ¡Arrós quémar! ¡Arrós quémar!
- Sí, claro, no me extraña. Por culpa tuya, que me tienes aquí muerta de las orejas.
- ¡Arrós quémar!
- ¿Arrós quémar? Pues ahora, por lista, tira para adentro y mira de salvar la paella. ¡Pasa rica, pasa!


Y la metí a empujones en la cocina (que queda justo al lado de la puerta del piso), poniéndole el mandil en un plis plas y abandonando las biblias en el recibidor.
Los anales de la historia ya recogen aquel día como uno de los mejores, gastronómicamente hablando, pues la chiquilla salvó la comida, participó del ágape y, además, fregó los platos con una diligencia supersónica. Cuando, a la mañana siguiente, reapareció en casa, la recibí con los brazos abiertos. Y hasta hoy.

¡Buen viaje Sondrina!