domingo, 30 de agosto de 2009

de nochE

El mundo se ha dispersado y me ha dejado a solas en la ciudad, con la luz cenital apagada.
Previendo la desbandada, el sol huyó hace horas por el oeste, como si llegara tarde a su cita diaria con la otra parte del planeta.
Y sobre el fondo del teatro negro se recrea la silueta amarillenta de los edificios, calidas sombras que desprenden el vaho del mediodía adormecido por el run run del río que fluye a sus pies.

Lentejuelas como luciérnagas que, de tanto mirar fijo por el visor de la Lumix, revolotean de aquí para allá cambiando la luz del enfoque.



Recorriendo la neblina de sus callejuelas, Praha se transforma en un laberinto, donde los pasos resuenan amortiguados.
Cuando llego a la siguiente bocacalle pienso que tropezaré con un espejo que me devolverá otra imagen completamente distinta a la precedente y que no podré seguir avanzando.
Sin poder retroceder pues sería darle demasiada ventaja al enemigo, restallo los adoquines a taconazos para prevenir a las sombras que me aguardan más allá del final.



Tenía el antojo de descorchar una bengala, de teñir de rojo la uniformidad encalada y de bañar en colorado los trazos blancos que dan nombre a la calle.
Sigo en Praha 1, en el centro del laberinto, en la parte oriental de la ciudad.
Me quedo fascinada por el juego de acentos que baila sobre las letras, checas todas y cada una de ellas, más antiguas que el escribir casi.


Al girar, otro humano… ¡qué extraño parece!
Y del árbol del paraíso se descuelga el pecado…

Serpiente electrificada, cargada de luz y de gente, repta sobre los raíles dejando los adoquines para las suelas de goma.
Vista y no vista.
Pero si te descuidas, ni que sea un instante, atraída por sus grandes ojos de fuego, cascabeles estallan por doquier para engullirte en el remolino de su estela.


Y no pasa el tiempo y ya son más de las nueve.
Es posible que en sordina repicaran las campanas de las iglesias hace un poco.
Pero resulta más romántico para el maltrecho cerebro perder el oremus bajo los candiles de gas y columpiar las pupilas en agujas bronceadas de verdín, esperando que a lo lejos y por el puente de Carlos, regresen los caballeros del fragor de la batalla…

domingo, 23 de agosto de 2009

Primeras instantáneas

Mucha y Kafka, mis dos alicientes en Praha.
Luego fueron muchos otros, a fuerza de patear esta joya que, como Kara Kortada (de Almodóvar), también tiene un tajo caudaloso, el Moldava, que la parte en dos.


Alfons Mucha (la ce-hache pronunciarla jota).
Modernismo.
Otro de sus carteles decorará mi humilde morada y ya van unos cuantos…


Kafka.
Paseos literarios que, para organizar a los enfervorizados turistas, empiezan en la plaza que lleva su nombre.
Como el centro del laberinto, aglutinando los pasadizos más inverosímiles, de noche y de día.


Si no eres de letras puras, parada obligada ante el reloj astronómico.
Y ya que pasas por delante, genuflexión para Einstein, colocado de perfil en una placa conmemorativa.
(Debeis buscar a la gente a las horas en punto, seguro que aparece en tropel).

Los viejos rockeros nunca mueren (mentira!!) y con los comunistas pasa algo parecido. Los han juntado a todos en un museo y montan raves a todas horas.
Los vecinos están que trinan.

Pero Praha es magnífica, concentrada en sí misma, cívicamente recorrida a diario por millones de pies y metros y metros de cables y raíles.
Más adoquines que en Roma, lo juro.


Sssschh!!!
Está haciendo un avión de papel.
Y que conste que esta vez sí me acordé de escribiros una postal.

lunes, 17 de agosto de 2009

Memorias del agua

El otro día me contaron…

… cómo de una fuente, en aquel tiempo surtidor incesante de reflejos efervescentes, y ahora caminante ralentizado por culpa de un reloj de sol, brotaban perlas translúcidas con sabor a sal.
El ingeniero francés la instaló en el extremo más alejado, en la parte más sombría del jardín, para que su monótono sonido rompiera el equilibrio de las trepadoras.
Cuando llegaron el sol y su reloj, el artilugio metálico, petrificado por el paso de los años, se aplicó a la tarea más difícil de este mundo: engarzar, uno a uno, los fugaces segundos en una joya nunca vista.





Platón ha caído.
La alfombra amortiguó el derrumbe de la caverna sin perturbar el descanso de los que, con pereza, practican la siesta.
Seguían en riesgo de precipitación otros insignes filósofos, acostumbrados ya, por otro lado, a levantarse y sacudirse el vestido sin mayores quejas.
Beatriz observó la caída desde su atalaya privilegiada. Sentada en la ventana abierta, la que da al exterior, con las piernas colgando por fuera del gabinete.


Las escasas flores que se atreven a competir con las enredaderas, lo hacen en esplendor sin entender demasiado bien por qué la humedad que transpira la fuente les pesa tanto.
Y el sol, ¿por qué no hace su trabajo?
Alguien podría pensar que Chronos lo mantiene hipnotizado en una cinta de Moebius infinitamente adorado por el resto de cuerpos celestes atrapados en su propio giro.
Como el sol al tiempo, así siguen las enrojecidas corolas atadas al agua.



Cuando llega la lluvia, Beatriz deja todo y se concentra en el arte milenario de verla caer del cielo. El jardín se convierte entonces en la percusión arrítmica de un eco furioso, el de los truenos más allá del follaje.
La fuente, indefensa ante la abundancia, se desborda lujuriosa sin reparar en la inundación que provoca. El surtidor central, inalterable, sigue escupiendo ráfagas contra la precipitación.


Extasiada, alarga la mano hasta sentir el roce de las gotas. Podría sumarlas y no se descontaría, así de lentas le parecen al tacto.
Sobre la palma, unos cuantos diamantes ruedan saltarines. Exhala sobre ellos un ligero suspiro y vuelan, en fila india, hacia el verde mojado de una planta.
Repican sobre las hojas y se produce el mismo efecto que al romperse un collar de perlas. Cuando se detiene el estrépito, las perfectas gotas talladas brillan otra vez al unísono, como si nada hubiera ocurrido en aquella bochornosa tarde de julio.
Para cuando el suelo luce empapado, ella ya siente frío.
La humedad de la tormenta se le ha metido dentro como si un espíritu la poseyera para robarle la tibieza de su frágil porte.



Addenda: dos notas manuscritas recuperadas al azar del gabinete, esa misma jornada. Diálogo de sordos entre Beatriz y su profesor, el señor Owens.

Mi querida niña, dos puntos: Tiene usted la desagradable virtud de irritarme, de sulfurarme incluso, de enfurecerme. Punto y aparte.
Compadezco al desafortunado caballero que, bendecido por su santo padre, el barón, acceda a casarse con vos, pues se convertirá en el más triste, coma, enojoso, otra coma, malcarado, sigue otra coma, infausto y doloroso de los mortales.
Post scriptum: ¡Bájese ahora mismo de la ventana! ¿Es que no le han enseñado modales? ¡Qué será de usted, mi asilvestrada y salvaje niña!



Estimado y admirado profesor, dos puntos también: abusa usted en exceso de los calificativos. Punto. Se empeña en hacer traducciones literales del latín y su discurso se hace retórico, aburrido. Punto y aparte.
Recupere las lentes para sus miopes ojos y encamine sus siempre lustrosos pasos hacia la fuente, punto y coma; allí le espero, revoloteando entre las flores del humedal, coma, cual abeja embriagada en aromas.
Firmado, su fiel Beatriz. Punto y final.
Post data: ¡Y deje los maridos en manos de la diosa Fortuna!

sábado, 8 de agosto de 2009

De regalos


Cuando me regalan algo, yo y mi circunstancia entramos en crisis.
Que si la bolsa, que si el envoltorio,… vigila que no se estropeen, que hay que reciclarlos para otro regalo… ¿de quién es el próximo cumpleaños? ¿se notarán mucho los celos?
Total, un sinvivir.

Por eso fue una suerte que Manel me obsequiara con algo tan especial, sin embalaje e irrompible. Un chico, este Manel, bastante curioso (abro paréntesis): obsesionado con los aviones pero no con los que surcan cielitos lindos sino con los que brillan, intermitentes, en una pantalla de ordenador (cierro paréntesis).
En fin, qué le vamos a hacer, algún defecto tenía que tener la criatura.

Bueno pues, a lo que iba, que me regaló algo que ahora quiero dejar aquí para entretener estos días de vacaciones para la mayoría y que espero os deleiten hasta mi vuelta pues parto hacia el extranjero para ejercer de típica turista atolondrada, con cámara de fotos colgada al cuello y mapa desplegado a los 4 vientos, perdida siempre si o si.

Mario Benedetti. Defensa de la alegría

Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas

defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos

defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias

defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres

defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa

defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría

sábado, 1 de agosto de 2009

Eternidad

Los egipcios ansiaban ser recordados después de muertos para conseguir la eternidad. De ahí que sus monumentos funerarios se edificaran en piedra desde el Imperio Antiguo.


Del desierto rojo de Abu Simbel recogí arena. Me la traje conmigo en un potecito, de aquellos que venían con los carretes de fotos. ¡Qué tiempos aquellos!, el de los carretes de fotos dentro de potecitos de plástico.
El guía que nos acompañaba me dijo que tuviera mucho cuidado porque escarbando en la arena podría encontrar crías de escorpión. Y yo me reí, como una tonta, porque pensaba que sólo quería asustarme.

Fue el mismo día en que descubrí a Lawrence de Arabia.
Con el grupo de turistas españoles que recorría el lago Nasser viajaba una hermosa sevillana. Aquella mañana esperaba tranquila, sentada en el hall del barco, envuelta en ropajes blancos, como si de un momento a otro el mozo de cuadra le tuviera que traer el caballo ensillado.
Sólo llevaba descubierto el rostro, y transmitía una sensación de irrealidad tan grande que no podías dejar de contemplarla, como si de una aparición se tratara.

Fue también el mismo día en que vimos la puesta de sol desde cubierta. Una bola inmensa de fuego engullida por un mar de arena mientras nosotros, espectadores de excepción, transitábamos por un cauce de metal licuado.
Paisajes de Marte en la tierra.


Y todo eso ha salido hoy a flote por recuperar una canción, Remember the time de Michael Jackson.
Recordar el pasado, ahora que mi memoria falla más que una escopeta de feria.
Recordar el pasado, y volver atrás en el tiempo.
Recordar el pasado, y con él una canción que va justamente de eso mismo, cantada por un Michael que, como los faraones, ya es eterno.
Recordar el pasado, y regresar a Egipto… conmigo, con mis recuerdos, con Michael, con las piedras del desierto… para conseguir la eternidad.