jueves, 27 de mayo de 2010

Los rebeldes


"No tenía la menor duda de que sus hijos habían estado con una mujer, como por lo demás hacían todos los hombres. ¿Acaso el padre de los chicos, en el pasado, no volvía a veces impregnado de esa misma fragancia tenaz, que se adhería a su cuerpo y sus ropas? Mientras él estaba fuera, ella, sentada en la cama, con sus cabellos ralos desparramados por los hombros huesudos, desgarrada por un llanto de dolor, se torturaba imaginando cómo su marido hundía la cabeza angulosa entre los senos de una desconocida, la estrechaba entre sus brazos y apretaba la cadera contra la de ella. Era así como él le robaba, a ella, la guardiana del hogar. Y ese robo era el acto más infame, la ofensa que nunca debía olvidar. “Me están robando todos”, pensó con desprecio. Durante esos penosos años de celos constantes lo que más le dolía era la convicción de que le estaban robando algo que le pertenecía sólo a ella. Con esa avaricia sabia y misteriosa que mantenía unida a la familia a despecho de las tendencias divergentes de sus miembros, lamentaba amargamente todo cuanto los hombres se llevaban de la casa, cada céntimo, cada gota de sangre. Allí todo le pertenecía, porque ella era la guardiana y símbolo de la familia. Se sentía como una isla perdida en la inmensidad del universo; una isla donde los edificios y las criaturas que la poblaban habían brotado de su cuerpo y su sangre. Con todo, los hombres la dejaban por otras mujeres, a las que regalaban la ternura, la pasión y las palabras dulces que a ella le hurtaban y a las que ofrecían el dinero que sólo a ella correspondía. Y un día los hombres habían partido, habían abandonado la isla con pretextos falsos: el deber, el honor y la patria. A su regreso ya no eran los mismos. Uno había dejado su brazo. Y miró la manga vacía del camisón. Ciertamente, ese brazo le pertenecía a ella, había nacido de su cuerpo. Era su propia carne lo que el muchacho se había dejado arrancar Dios sabía dónde. Él afirmaba haberlo perdido en la guerra, pero para ella eso no tenía sentido, eran palabras vacías. Los hombres hacen le guerra para desertar del hogar y liberarse de las obligaciones y la necesidad de ganarse el pan.
Sí, el pequeño se había acostado con una mujer. La esposa del coronel se inclinó silenciosamente y miró en la penumbra la boca entreabierta del muchacho, los labios turgentes de sangre, muy parecidos a los del padre. Ese hijo partiría también, y entonces ella se quedaría sola en la isla, que sin sus hombres terminaría hundiéndose."




Sándor Márai. Los rebeldes. Barcelona: Salamandra, 2009. 253 pág.

martes, 18 de mayo de 2010

Mis vecinos merengones llevan dos días sin aparecer por casa...


me tienen preocupada!!!!

jueves, 6 de mayo de 2010

Impresiones


Tenía pinta de galán de telenovela.
Luis Alfonso, Jesús María Pablo, Benedicto Felipe… cualquiera de ellos podría haberle prestado el nombre pero sólo después de sufrir el estirón, allá por los 30 años, porque de precoz siempre tuvo bien poco.

Nadie recuerda cómo fue exactamente pero todos sabíamos del día del milagro, de aquel en el que casi todos sus anhelos se materializaron (plis, plas) en el cuarto oscuro del caserón que le servía de escondite.
Fechorías del destino, saltos mortales sobre redes inestables que te arrancan una leve sonrisa antes de morir, sin pena ni gloria, ante tu propia estampa.

Y tal que así, ocurrió.
Tumbado en el suelo, vuelto el rostro hacia el cielo infinito, le quemaron los ojos con el fogonazo de la cámara. Aún medio ciego pudo reconocerse en la instantánea que el camarada político le había robado. Pero ese fue su postrero suspiro: se desvaneció en el aire cansino de la tarde, se fue borrando ante el despiste generalizado de los que reíamos su broma,… se esfumó para siempre.

Una línea blanca graba ahora su silueta en nuestras mentes olvidadizas, una línea que recuerda el dibujo de su cuerpo impresionado sobre una triste calle.