jueves, 23 de abril de 2009

Postales para George

Lo nuestro es una historia de amor a 5 bandas.
Las moennas padecemos platónicamente la ausencia de George que, hace unos años, se fue a buscar su dragón por tierras sembradas de naranjos.
Y lánguidas suspiramos desde la torre de nuestro castillo, soñando con verlo aparecer acariciando con el pulgar su boquita de piñón, como si del chico Martini se tratara.
Para mantener viva la llama de este amor que nos está consumiendo, le enviamos misivas inflamadas de pasión carnal que siempre obtienen encendidas respuestas...
"Mojadas y hambrientas te necesitamos para saciar nuestra sed de hombre, ni 007 te llega a la punta de..."
"¡Ole mis furcias!"
Y aunque no vamos a reproducir aquí nuestros sentidos impulsos amorosos, exhibiremos nuestras postales que también dicen mucho de esta nuestra relación.


[Valencia, es la tierra de las flores, de la luz y del amor.
Valencia, tus mujeres todas tienen de las rosas el color.
Valencia, al sentir como perfuma de tus huertas el azahar,quisiera, en la tierra valenciana, mis amores encontrar.
Valencia...]

[Maravilloso cuento de hadas... Carlos y Camilla, el triunfo del amor verdadero!!!!]



[Hablame del mar, marinero
dime si es verdad lo que dicen de él
desde mi ventano no puedo yo verlo
desde mi ventana el mar no se ve...]

En un tren correo especial viaja una nueva postal, que lleva a nuestro enamorado besos de tornillo, dulces caricias y ciertos deseos inconfesables.

sábado, 18 de abril de 2009

Gracias romanas


Después de terremotos, replicas y demás temblores se hace muy raro no perder la cabeza. El problema viene luego, al intentar recuperarla, aunque sólo sea como vulgar souvenir; porque en esta ciudad gustan de disponer por el suelo, sin orden ni concierto, restos petrográficos de un pasado imperial, como si un dios caprichoso y totalmente pagano se jugara el sueldo a los dados con los bufones del reino celestial.


Pero después de tamaño esfuerzo, nos merecemos una recompensa. Y qué mejor que recrear los sentidos lamiendo y relamiendo un helado con sabor a macarrones boloñesa, sin dejar de contemplar el Tevere desde uno de los puentes que enlazan la isla Tiberina con la orilla… Mamma mia!!!


Después de lo cual ya tenemos el cerebro preparado para bombardeos masivos de CIVITAS ROMANA. Foro trajano, pirámides y obeliscos egipcios; restos medievales adosados en simbiosis perfecta con el teatro de Marcelo. Vaticano custodiado por el castillo de Sant’Angello, enfrentado al rosario de pequeñas iglesias, capillas y panteones que sobreviven en la urbe. Inmaculada piedra blanca para una columnata en honor a Vittorio Emanuele II. El duce montando a caballo en un mural de la E42.


Y entre tanta obra vandálica, las cajas de las cabinas telefónicas aparecen como auténticos icebergs abandonados; supervivientes imaginarios de una hipotética explosión nuclear. Vegetación salvaje que se resiste a morir del todo y que anima coloreando el anodino gris olivetti. No busques monedas, los humanos, antes de extinguirse, se habían pasado a los móviles.



Pitas, pitas, pitas, pitas… Cuidado porque, a veces, y por el mismo precio, se te pueden aparecer pajarracos con sotana o alzacuellos. Y todo sobre el empedrado romano más recalcitrante.


Aunque, en ocasiones, los milagros, sin explicación racional convincente, te echan una mano y decoran, aunque no quieras, con trepadora jardinera los fríos más congelados que te puedas imaginar. Los que viven en este vergel de Groenlandia no son como nosotros, cargan una cruz en la espalda para recordarte hasta el infinito que son una minoría privilegiada.


Y por la noche, después de rendir pleitesía a la fontana de Trevi, junto con un millón de súbditos más; y perdido el rumbo entre callejuelas que descienden del Quirinale para desahogo de unas piernas ya destrozadas de tanto trote, el Japón aparece doblando una esquina, materializado en exquisito ukiyo-e.




¡¡Y todo vuelve a empezar!!

domingo, 12 de abril de 2009

Tiembla Roma

Yo no tuve nada que ver.
Lo juro.






Duermo, pero me despierto de golpe.
La cama se mece obstinadamente y estoy a punto de marearme.
No entiendo nada pero no enciendo la luz de la habitación. Espero los gritos orgásmicos de mis vecinos y no se producen, el silencio es aterrador.
¿Tendré los oídos taponados?

Por fin le doy al interruptor y miro la hora en el móvil. Las 3.40.
Lo vuelvo a dejar sobre la mesita de noche y, al incorporarme en la cama, veo que todo a mi alrededor se balancea.
Se balancean las dos camas, el pijama rojo comprado de rebajas, el armario vacío, la tele colgada de la pared, las cortinas, la lámpara suspendida del techo,… hasta la puerta del lavabo.
Y el silencio se acompasa con los crujidos de los muebles, se diría que no están acostumbrados a estos bailes intempestivos.

No puede ser un polvo salvaje. Parece, más bien, un terremoto… un terremoto…

Seguimos en este danzar infinito un minuto más, aunque puede que fuera menos.
En el hotel todo parece tranquilo, quizás estemos esperando la señal inequívoca de que sería mejor salir corriendo. Pero nada pasa, menos el vaivén.

Me pican los ojos y la imagen se me hace ya demasiado repetitiva. Apago la luz y me tumbo. Deseo que pare pronto.
Poco a poco, el movimiento se lentifica hasta desaparecer por completo.
Ahora sí que no se oye nada, ni los crujidos.

No acabo de creerme la posibilidad de un terremoto en Roma.
Cuando recupero el sueño, me imagino trenes militares viajando por el subsuelo, custodiados por aguerridos agentes secretos.



El lunes me levanto temprano para ver la pirámide, el cementerio acatólico, el circo massimo, la boca de la verdad, la máquina de escribir, la piazza Navona…
Y cuando llamo a casa para contárselo a mi madre, ella me dice lo del terremoto de Aquila, a 80 km de Roma.

Sólo entonces me doy cuenta de la gravedad de los temblores.
Sólo entonces lo entiendo todo.

sábado, 4 de abril de 2009

Winter edition

La luna ciega los caminos,
se niega obstinada a salir a escena.
Mientras, cuatro luceros,
clavados con alfileres al firmamento,
tintinean cual cascabeles sordos al compás de un nocturno en fa menor.
Las sombras se apoderan, pegajosas,
del instante en el que un beso robado al carmín descolorido del maniquí
te descubre los amores furtivos entre el apuntador y la cigarrera.



Se ha hecho muy duro este invierno. Stendhal, Kafka, Dostoievski, todos ellos, estaban acostumbrados a su presencia. Pero yo no.
El frío se instaló, como por casualidad, un día de octubre, y fue ocupando, con parsimonia enfermiza cada compartimento de mi solitaria presencia. Adoptó, incluso, la hechura del abrigo ajado que solía descansar sobre la butaca de terciopelo, cada jueves por la tarde, para vestirme de invierno y arroparme de estatua de hielo.
Y las cosas no hubieran sido diferentes si Matsuda hubiese renunciado a su papel de víctima en esta tragicomedia en la que se ha convertido la ciudad bajo el manto perenne de la nieve.



La luna, transmutada en gajo de mandarina,
que desaparece engullida por el hambre atroz de la noche.
Sólo dos estrellas
permanecen velando el escenario taciturno de la obra,
aburridas y grises,
como si su fulgor, de polvo estelar conformado,
se hubiera diluido en las vueltas concéntricas de la ley de la gravedad.
Aún quedan restos de purpurina en la cola de ese cometa.




Hay días en los que ni él puede. Cree que es más fuerte que ella y que no perderá la guerra; pero las batallas, lentamente, van cayendo de su lado y él, triste caja metálica electrificada, debe rendirse a la evidencia y reconocer que el frío no le acaba de sentar nada bien.
La última vez me quedé bloqueada antes de llegar a la plaza de la victoria donde, meses antes, un torbellino cambió el tempo del concierto de cuerda que aquellos músicos ambulantes ejecutaban con partituras robadas a la historia. Un viento caprichoso arrebató cientos de corcheas del sol mayor en el que Dvorák ordenó las notas para su música favorita.



La luna mediada
se atreve a seguir a los que de negro van.
Mira de ser discreta para no molestar
y siente una felicidad infinita
al sentir el lujo de sus risas alejándose por el fondo.
El cielo, escondido tras las nubes,
sigue tranquilo pues la guía que los hombres esperan
se despereza de su letargo mensual.




Matsuda se ve grácil con su kimono en este tiempo. Le gusta hacer todo lo que sabe que no soporto, para demostrarme que, como el junco, sigue en la ribera a la espera de una nueva primavera.
A Matsuda le regalé la última flor del rosal, puesta a secar entre las rimas de Goethe.
“Te pincharé para que siempre te acuerdes de mí”, dice la rosecilla de manos del poeta.
Cada una de las palabras ha quedado sellada en sus pétalos encarnados; y la tinta ha dibujado ligeros trazos donde en vida sólo había existido dulce aroma.
Al pasar las páginas, un ligero toque se percibe como si gotas de una exquisita fragancia se destilaran al recitar los versos, uno a uno y casi en silencio.
Como la rosa con el libro, así haces tú sobre la alfombra blanca: pisadas perfumadas de crisantemo.



Luna llena,
tendida de espaldas al sol,
para melancólico entretenimiento de unos pocos.
Valles abiertos a las cañadas,
donde claros y sombras colorean tu cara.
Parece mentira que sólo funciones como un vulgar espejo,
reflejando la luz fulgurante de otro.
Los niños aún no saben del timo,
y los enamorados tampoco.
Aquellos que te rezan cada noche saben que siempre estás ahí,
pendida de un hilo,
a merced de un viejo tramoyista.