sábado, 23 de octubre de 2010

Miracoli


Apenas unos escalones y crees estar en la gloria.
Levantas la mirada hacia lo alto y el azul te restalla en la cara, como aquellos firmamentos que los egipcios consagraban al lapislázuli más intenso.
Las pupilas, acostumbradas al color, distinguen ahora sí las puntas del templo, clavadas en esa realidad etérea en la que se ha convertido el día.

Y entonces la ves.
La escalera surge de la piedra que da sustento a todo ese artificio maravilloso.
Pero no es una sola, son decenas, están en todos los arbotantes; como una sucesión infinita en la magia de un espejo.

Y lo tienes a tocar, ya lo tienes, es tuyo, al fin.
Que el cielo sólo está ahí para ti, que tu deseo de alcanzarlo se ha hecho realidad.






Permanecí en la azotea del Duomo de Milano apenas una vida de reloj. Y como yo otros simples mortales, conmocionados por la belleza, inmersos en el silencio digital de las cámaras fotográficas.
Suspendido nuestro devenir futuro al amparo de millones de sillares, las imperturbables estatuas nos observaban riendo por dentro el asombro reflejado en nuestras caras.

jueves, 14 de octubre de 2010

De fresa

Papá, papá… ¿qué es esto?



Un caramelo.






(p.s. de todo y más en los bolsillos de un niño grande)

viernes, 1 de octubre de 2010

Elogio de la sombra


“Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la audacia de las agujas que penetran en el cielo. Por el contrario, en los monumentos religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que proyectan los aleros. Visto desde fuera, y esto no sólo es válido para los templos sino también para los palacios y las residencias del común de los mortales, lo que primero llama la atención es el inmenso tejado, ya esté cubierto de tejas o de cañas, y la densa sombra que reina bajo el alero.
[…]
En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.
[…]
A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.”



Junichiro Tanizaki. El elogio de la sombra. 21a. ed. Madrid: Siruela. 2007. 95 pág.