domingo, 28 de febrero de 2010

H.

Llevo apostada en esta torre de ébano más de una semana.
Para no parecer diferente al resto, participo de su ajetreo diario yendo y viniendo, de acá para allá, sin más intención que velar los desvelos de mi niña favorita.
Horas arrancadas a la vida y al sueño, circunstancialmente afectadas.



El desahogo a mis enrojecidas pupilas llega en la madrugada.
Desde el mirador de la novena planta, el horizonte es un mar de centelleantes burbujas.
En ese incesante latir nocturno anhelo mi ingreso para recuperar la cordura extraviada en el vaivén de este H.
Aferrada a las lentejuelas de Barcinona comparto mi silencio con el motor de la máquina de café. Banda sonora monocorde y repetitiva que relaja las conexiones nerviosas de mi pobre cabeza.

Cuando los párpados no resisten más la presión y las persianas se me cierran por unos segundos, libélulas diminutas de un marcado rondel oro flotan ante la negra espesura de mis ojos cansados.
Sólo entonces regreso al aposento que mi niña comparte con otro huésped y echo mano de lágrimas artificiales enlatadas para no arañar lo visto.


Vuelven a ser las cinco y pico, instante perfecto para escribir esto y regresar al mundo real.



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