miércoles, 18 de enero de 2012

El club Lovecraft


“A Leo siempre le inquietaron los espejos, nunca pondría uno en su dormitorio, pero aquél no es su dormitorio, es el dormitorio de Ana, la mujer que le gusta y que trata de ayudarle ahora, cuando más lo necesita, cuando parte de su mundo se está derrumbando y la vida lo ha puesto contra las cuerdas.
De todos modos, en medio de todo, es interesante ver en los espejos cómo se multiplica la imagen de Ana arrodillada a su lado, despojándose de su ropa: primero el top, una prenda mínima de franjas ocres y marrones que le recuerda el estilo Soho de los setenta, luego los jeans y también el tanga. En mitad del dolor, cascadas de placer. Ante la certeza de la pérdida, el bálsamo de un encuentro. Como si dos triángulos contrapuestos se hubieran ensamblado para formar el hexagrama de la vida que es también el de la muerte… Se ha quedado desnuda por completo, a excepción de la mata de cinta de audio en su pelo, de sus uñas de pies y manos pintadas de morado y del piercing que remata su ombligo. También lleva algo tatuado en la base de la columna, un mínimo sol y una frase: “Celebra el verano”, pero ya le preguntará acerca de ello cuando más adelante pueda hablar.
Ahora él sólo puede abandonarse a la contemplación de la imagen de Ana multiplicada en los espejos, a las cosas que le hace y que le dice, a todo el bien que logra transferirle.”








Antonio Lázaro. El club Lovecraft. Barcelona: Planeta, 2010. 427 pág.

2 comentarios:

German Buch dijo...

“Perdida en el desierto de Arabia se halla la ciudad sin nombre, ruinosa y desmembrada, con sus bajos muros semienterrados en las arenas de incontables años. Así debía de encontrarse ya, antes de que pusieran las primeras piedras de Menfis, y cuando aún no se habían cocido los ladrillos de Babilonia. No hay leyendas tan antiguas que recojan su nombre o la recuerden con vida; pero se habla de ella temerosamente alrededor de las fogatas, y las abuelas cuchichean sobre ella también en las tiendas de los jeques, de forma que todas las tribus la evitan sin saber muy bien la razón. Esta fue la ciudad con la que el poeta loco Abdul Alhazred soñó la noche antes de cantar su dístico inexplicable:
«Que no está muerto lo que yace eternamente
y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir»” (La ciudad sin nombre. H.P.Lovegraft)
Esperará la respuesta a esa pregunta acerca de su encuentro en deseada platica por llegar, dejando las palabras de las cosas que haya que decir mientras el espejo multiplica el sosegado encuentro de su carne.

Pablo Ballesteros dijo...

cuanto tiempo sin pasar por aqui..
todo muy bien