sábado, 31 de octubre de 2009

Enamoramiento bibliotecario

Ayer me salté la condicional y acabé yendo a la biblioteca.
Cuando se lo cuente a mi agente de la terapia social no volverá a ser el mismo. Un sudor frío le recorrerá la espalda y le traspasará la camisa a la altura de las axilas. Es probable que también sufra de tartamudez nerviosa.
Y todo porque yo habré puesto mis lindos pies en tamaña institución, sin avisarle, traicionando su confianza y su buena fe.
Y además porque le prometí llevarlo conmigo en mi próxima visita.

Y todo porque está perdidamente y trágicamente enamorado de la bibliotecaria que ordena los libros en el carro de la planta baja, justo al lado de las revistas y los multimedia.


Yo a Celia la conozco desde aquel verano en que intenté hurtar, sin mucho éxito, las obras completas de O’Keefe, camufladas en el carro de la compra entre dos lenguados de playa. Al pasar por el arco me pitó todo, incluidas las agujas de hacer calceta que me había prestado la yaya Marisca para que probara de relajarme bajo un pino durante las vacaciones.
Celia se apiadó de mi obsesión compulsiva, aquella que me obliga irremediablemente a conseguir libros por cualquier método conocido y a atesorarlos en casa como oro en paño…
¡Suerte que llevaba el justificante del médico!

A raíz de aquel incidente, mi terapeuta supo de la existencia de la bibliotecaria y me hizo prometer que lo llevaría un día para poder conocer de primera mano el ambiente literario que por allí se gasta.
Para no violentarnos con el acto social, se me ocurrió ir en carnaval, el día de la rúa para ser más exactos, ataviados con nuestras mejores galas interestelares.



Para Celia aquello fue demasiado surrealista, eso de darle dos besos a la visera panorámica de un tipejo con casco no le pareció demasiado ortodoxo.
Por otro lado, fue una suerte que Ignatius, mi terapeuta, vistiera de aquella guisa. Se ahorró dar un montón de explicaciones deshonrosas sobre las mutaciones que experimentó su anodino cuerpo al enfrentarse a la tremenda Celia.
El bulto y la mancha que transfiguraron su entrepierna sucesivamente fueron achacados a su papel de astronauta, y no a una inoportuna erección de su miembro viril, sin actividad manifiesta (que se sepa) hasta dicha fecha.
Y es que el amor llega así, de esa manera, uno no se da ni cuenta…

Ahora no puedo ir a ver a Celia sin hacer sufrir a Ignatius porque me sabe mal no contarle mis tribulaciones con los libros.
Estoy pensando en presentarme con ella en su despacho para que los tres podamos sincerarnos, a riesgo de provocarle una apoplejía y fundirme al terapeuta.

6 comentarios:

karmeta dijo...

Yo también he tenido alguna que otra anécdota surrealista en la biblioteca, pero no como ésta. Y también le he echado el ojo a algun bibliotecario interesante, entre hileras de libros y olor a celulosa, aunque tu historia sobrepasa mi realidad.

Besos.

Tara dijo...

es que las bibliotecas dan para mucho, o eso dicen mis amistades (para muestra el botón de K)

a mi es que la aglomeración de libros me vuelve loca y como no me puedo controlar las visito lo justo y necesario...

sólo para cobrar a fin de mes, lo juro!!

anónimo valenciano dijo...

mi parte favorita de los libros es el lomo, a ser posible con queso y pantomaca

Tesa Medina dijo...

¡Qué historia! Me encanta Ignatius vestido de astronauta, por lo que cuentas, ¿no será el mismo que el de "La conjura de los necios"?

A ver si me paso por la biblioteca del barrio y encuentro algún bibliotecario bien diseñado para alegrarme la vista mientras divago buscando algún tesoro descatalogado.

Todavía estoy traumatizada con mi última mudanza en la que regalé más de dos mil libros. Buaaaaahhhh!

Besos, Tara.

Manel dijo...

Releyendo tus historias, he reparado en lo que me recuerda ésta a la de Félix, mi amigo, y a la sazón también mi terapeuta.
Fue asiduo asistente a una biblioteca durante años, los que duró su obcecación por acabar su licenciatura.
En aquel tiempo de voluntario enclaustramiento llegó a sentir cierta simpatía por una de aquellas trabajadoras. Él lo define como una especie de síndrome de Estocolmo, aún no catalogado, puesto que en este caso más que un secuestro, fue un encierro voluntario.
Lo curioso es que a día de hoy, casi veinte años después, aún se sigue pasando de vez en cuando por aquella ‘institución’ para saludarla y tomar un café. Bueno, él café. Ella croissant, a poder ser sin chocolate, por aquello del acné.

Tara dijo...

Manel, llegar a padecer, quizás, síndrome de Estocolmo es, a todas luces, una pésima condena... un capricho del destino.
Y como dice el refrán: quien tuvo, retuvo. Por lo tanto, es lógico que tu amigo Félix siga "disfrutando" los frutos de esa "condena" a largo plazo que supone el llegar a conocer a una bibliotecaria en su propia salsa pues no hay más peligrosa que una relación cimentada a ratitos a base de cafés con hielo y crusanes a palo seco...

te lo cuenta una adicta al chocolate y al acné ya-para-nada juvenil!!!!